Lo que expongo a continuación es el desarrollo de una reflexión acerca de la dimensión estética de las manifestaciones de malestar que corresponden a la construcción de formas colectivas de subjetividad. Tal dimensión exige una consideración que atienda más allá de la carencia de bienes básicos de uso y consumo (pues las “necesidades” no se identifican con los deseos). Se ensaya aquí una hipótesis acerca de su significado para un posible concepto de cultura crítica.
En el plebiscito realizado en octubre de 1988, la ciudadanía dio mayoría a la opción “No”, sancionando con ello el fin de la dictadura militar. Precisamente hoy, 5 de octubre, se cumplen 18 años de ese acontecimiento. Junto a su significación política y simbólica, ha quedado también en la memoria lo que se conoce como “la campaña del No”. Con esta expresión se refiere no sólo el sistema de recursos y procesos mediáticos que desarrollaron la estética y el discurso del “No”, sino también el momento, hoy memorable, en que un conjunto de expectativas, deseos y esperanzas encontró un cuerpo estético en esa campaña. La estrategia consistió fundamentalmente en dar expresión a un sujeto colectivo que se constituía a partir de la idea de que las cosas podían ser radicalmente diferentes. Fue precisamente lo que se plasmó en el slogan: “Chile, la alegría ya viene”. El sentido de esta frase no consistía en una representación del futuro inmediato, post plebiscito, sino que provenía de una absoluta contraposición entre la demanda de libertad ciudadana y las condiciones políticas y policiales existentes en el país. Es esta contraposición lo que genera un potencial de subjetividad (A. Negri), que es también un potencial de futuro, porque no tiene su centro de gravedad en el presente, sino en “lo que vendrá”, un tiempo del cual sólo se sabe que será muy diferente, un país en el que habría “lugar para todos”. Cuestión, por cierto, difícil si no imposible de imaginar. Pero la fuerza de este sujeto colectivo se debe precisamente a que su entusiasmo por el futuro no está mediado por la representación política. Por lo tanto, carece de una perspectiva crítica determinada (de hecho, hubo siempre una tensión entre quienes definieron la campaña y los dirigentes de los partidos de oposición de la época, que querían darle un carácter más político).
El concepto de ciudadanía, cuyo sentido político y cultural se discute hoy en Chile, evoca aquel entusiasmo, en cuanto que en una de sus dimensiones se relaciona muy directamente con las ideas de “participación” y “sociedad civil”. El concepto tiene un estatuto jurídico y político que define técnicamente la condición de ciudadanía, pero ésta tiene también el sentido de una exigencia de reconocimiento, a lo cual se debe una suerte de constante redefinición del término “ciudadanía”. La solución no se puede apurar teóricamente, porque lo que le da sentido al concepto es precisamente –aunque parezca paradójico- la desigualdad y la exclusión. En suma, “ciudadanía” sería, antes que algo que se posee y se ejerce, un cierto derecho abstracto a exigir. A este respecto, me interesa la expresión no institucionalizada de la sociedad, que genera sus propias formas de expresión a partir de ciertos deseos o intereses comunes. Las personas generan formas colectivas de subjetividad, no sólo a partir de determinadas demandas, sino también en torno a ciertas formas de expresarse. ¿Acaso esta dimensión estética de la participación ciudadana podría ser considerada como un aspecto de la cultura, o es sólo un medio circunstancialmente adecuado para comunicar los “contenidos” de determinadas demandas? En este último caso, no sería posible considerar esa forma de expresión como un objeto en sí mismo. En efecto, el privilegio de la comunicación implica la subordinación del cuerpo significante a los contenidos ideológicos que se intentan comunicar, de tal manera que el cuerpo del lenguaje se hace invisible, “transparente”, en favor de la claridad del significado. Además, el recurso al lenguaje como medio de comunicación supone la previa disponibilidad instrumental de códigos de producción y recepción de mensajes.
Por el contrario, la reflexión que propongo sólo tiene sentido si se considera -por ahora al modo de una hipótesis- que los procesos sociales de producción estética implican, de manera esencial, procesos de producción de subjetividad. Es decir, el sujeto colectivo que “comunica” sus demandas generando determinados recursos representacionales, en sentido estricto no existe con anterioridad a la generación de esos recursos. Este sujeto se constituye en el lenguaje, en una práctica intersubjetiva de expresión.
La pregunta por el “destinatario” también nos permite reconocer la diferencia entre estas formas colectivas de expresión y lo que sería el recurso al lenguaje como medio de comunicación. En efecto, ¿a quién se dirige el colectivo? Si el énfasis se pone en el “contenido” de las demandas, entonces el destino de sus expresiones será la institución o autoridad políticamente responsable de las soluciones concretas que se requieren. Sin embargo, el espesor lingüístico de esa expresividad, esto es, la densidad de su cuerpo retórico, amplían hasta un horizonte incierto aquello que cabe considerar como su “destinatario”. La densidad estética de la manifestación misma nos permite conjeturar la existencia de una energía semiótica no traducible –al menos no totalmente- por cualquier lógica o burocracia política. La manifestación, por cierto, quiere llamar la atención sobre ciertos problemas concretos, pero a la vez impide una lectura absolutamente literal. Un caso extremo, en que la necesidad del gesto parece ausente es el procedimiento “graffitero” conocido como Tag: la escritura cifrada del propio nombre en un muro callejero (en el otro extremo encontramos la performance heroica del grupo ambientalista “Green Peace”).
Las formas de expresión parecen destinadas al público en general, pues se trataría, como se dice, de “llamar la atención”, pero no podemos sino reparar en el protagonismo del signo que señala su carácter inédito. Si se atiende sólo a un objetivo comunicacional, el valor de originalidad estética sería un ruido en la transmisión de mensajes, pero en este caso dicha originalidad es portadora de un plus de sentido con rendimientos políticos. Menciono aquí, a manera de ejemplo, el proyecto estético-político que realizaron, en el mes de mayo del 2005, los estudiantes de Pedagogía y Licenciatura en Artes de la Universidad de Concepción, en el contexto de las movilizaciones contra la Ley de Financiamiento Universitario. La acción consistió en cubrir completamente la pinacoteca de la universidad con 1500 mts. cuadrados de bolsas de basura. El título de esta intervención fue “Proyecto O-Mito”.
Otro elemento a considerar es que tales expresiones se desarrollan en el “espacio público”, lo cual no significa sólo que allí circulan los mensajes, sino que hacen de ese espacio su cuerpo, su soporte concreto. El concepto mismo de “espacio público” contiene una paradoja, porque no está simplemente disponible, y por lo tanto la relación con ese espacio tiene el sentido de una recuperación. Se dice que la reapropiación del espacio público es un tema especialmente importante en los procesos democráticos de la ciudadanía. ¿Significa esto que el espacio público se caracteriza ante todo por un principio inercial de exclusión, de expropiación? Desde una cierta perspectiva, resulta curioso el hecho de que las demandas sociales tomen cuerpo en el espacio público mediante la alteración de su funcionamiento regular. Como si se tratara ante todo de recuperar la voz, el derecho a ser escuchados. Por eso la “reapropiación del espacio público” rechaza las condiciones regulares de admisión e inscripción. ¿Por qué?
El espesor del signo contribuye de manera decisiva, mediante su originalidad estética, a la legitimación política del sujeto que allí se expresa, como si de tratara de la legitimación social de la expresión misma. El público concede tácita legitimidad a los grupos o colectivos que en la producción de lenguaje expresan ante todo su deseo de ser admitidos. Todo ocurre como si el deseo de admisión en parte se cumpliera ya en la expresividad misma. La expresión inscribe. ¿Cómo entender esta especie de legitimación estética de una subjetividad social en proceso de constitución?
Las prácticas de reapropiación creativa del espacio público parecen trabajar en la expresión de su propia exclusión. Se trata de hacer acontecer en el plano de la representación estética la falta de representación política. El coeficiente crítico de estas propuestas trabaja una poética de la exclusión, pues la transgresión estética no suprime ese límite, sino que lo trae a la presencia, la alteración quiere hacerlo visible. Es decir, la manifestación, el graffiti, el grito colectivo en la calle, la marcha y sus carteles, etc., no quieren suprimir el límite, sino, por el contrario, esperan que éste siga allí, pues de eso depende su efectividad como expresión. Un adolescente entrevistado en El libro del Graffiti, señala: “Si no puedes ‘rapear’, bailar Breakdance o hacer música, lo único que te queda es agarrar una lata de spray y poner tu nombre en la pared. (…) Sus autores son la mayoría de las veces menores de edad buscando una identidad e intentando desprenderse de la marginalidad en la que se encuentran (…).” [1] Por eso la sociedad celebra esas manifestaciones del sujeto y su límite, porque de alguna manera anuncian un posible desplazamiento del horizonte de realidad.
Por cierto, habría que argumentar contra la idea de que, en cuestiones de demanda social, lo relativo a la dimensión estética vendría a ser algo así como “el opio de la ciudadanía”. O, incluso, que el concepto de ciudadanía es el opio del pueblo. Esta crítica sólo tiene sentido si se considera que lo único verdaderamente gravitante en la expresión social de demandas, sería el contenido político y económico de esas demandas. Por ejemplo, en junio de este año un abogado, tras sufrir un asalto en su casa, inició una lucha personal contra el delito, exigiendo al Ministerio del Interior mayor seguridad pública. Tras realizar una manifestación en Plaza Italia, entregó a ese Ministerio 2.900 firmas de adherentes, con testimonios de víctimas obtenidos en su blog. Hay aquí una rigurosa economía de medios, tendiente a privilegiar la urgencia de los contenidos. Pero, como lo vengo sugiriendo, el espesor estético de la expresión misma exige en muchos otros casos un análisis más complejo del tipo de subjetividad que de esa manera produce su propia presencia en el espacio público. La falta de contenido del concepto de ciudadanía no es su debilidad, sino su fortaleza socio-política, porque existe precisamente para ser en cada caso dotado de contenido.
La modernidad, debido a sus condiciones políticas, sociales y económicas de emergencia histórica, implica necesariamente la promesa de una “inclusión universal”. El desarrollo de la democracia, especialmente en su versión “representativa”, localiza administrativamente el tema de la inclusión en la participación a través del voto. Esto significa la expresión de la voluntad de los individuos respecto de las decisiones que inciden en su existencia social en general. Las condiciones formales para el ejercicio eficiente de la democracia parecen muy claras: información completa, una incidencia lo más directa posible en las instancias de toma de decisiones, supresión de poderes intermedios, vocación de participación ciudadana a través del voto secreto. Sin embargo, estas condiciones corresponden a un concepto de democracia heredado de una concepción individualista de la sociedad, característica del siglo XVIII ilustrado. De más está señalar que este concepto de democracia se encuentra hoy en crisis, lo cual no significa que los países den señas de abandonar esta forma de gobierno, sino que carecemos de un concepto general que pueda dar cuenta de lo que significa hoy la democracia en toda su complejidad. Norberto Bobbio señala que “partiendo de la hipótesis del individuo soberano que (…) crea la sociedad política, la doctrina democrática había imaginado un Estado sin cuerpos intermedios (…).” [2] La crisis tiene que ver precisamente con un concepto que localizaba formalmente en la participación del individuo la esencia de la democracia. Pero trabajar en lo que suele denominarse una “profundización de la democracia”, implica pensar el tema de la participación más allá de los procedimientos formales mediante los cuales los individuos hacen saber sus intereses y opiniones respecto de asuntos previamente determinados.
La exigencia de una profundización de la democracia se origina en los procesos de progresiva complejización social, que son característicos del desarrollo de la modernidad, bajo el nombre de modernización. Este concepto pone énfasis en los procesos materiales de realización, dejando entre paréntesis las ideas humanistas fundantes de esos procesos. Dicho de otra manera, los procesos de modernización hacen explícito el hecho de que la modernidad no ha podido nunca producir una representación realizable de sociedad (“la conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado”, según expresión de N. Lechner). Ahora bien, así como la idea de una inclusión universal es esencial a la idea moderna de sociedad (con la abolición de la sociedad estamental), los procesos de modernización, en cambio, generan inevitablemente fenómenos de exclusión progresiva. La modernización es en este sentido la verdad política de la modernidad filosófica. Temas como los del desarrollo de políticas sociales, la velocidad del cambio histórico, la diversidad socio-cultural, la contingencia de los órdenes de la vida cotidiana, ponen en cuestión la diferencia misma entre inclusión y exclusión.
Digámoslo de una vez: la exclusión es la condición moderna del individuo. De hecho, la subjetividad crítica resulta ella misma de un tipo de exclusión, en tanto nace de una diferencia con el orden de lo real, exclusión característica del que –por decirlo así- ha llegado “después”. Ese malestarorienta la subjetividad hacia el lenguaje, hacia una forma de subjetividad colectiva que se expresa como tal. ¿Por qué?
La cuestión es si acaso el deseo de expresarse es siempre proporcional a las necesidades concretas cuya solución se demanda. Es decir, el trabajo estético de la expresión no tendría sentido si no fuese precisamente porque el sujeto reconoce el lenguaje mismo como campo de su exclusión. La necesidad de ensayar formas “originales” de expresión no se debe necesariamente a que sea el lenguaje un campo de ejercicio de la prohibición, sino a que las demandas plantean la exigencia de imaginarformas y procesos sociales diferentes a los que existen. Los temas relativos, por ejemplo, a la igualdad en la educación, al medioambiente, a los derechos de las minorías, a la ecología, a los derechos humanos, etc., corresponden a demandas de transformación social de tal radicalidad, que su realización concreta y total implicaría una sociedad diferente a la que existe. Y bien podría decirse que necesariamente la institucionalidad moderna de una sociedad política cualquiera, impide la posibilidad de imaginar una sociedad distinta. O, mejor dicho, una sociedad diferente se puede imaginar, pero no desde la institucionalidad política en ejercicio. En el siglo XVIII uno de los pilares del liberalismo clásico moderno, el escocés David Hume, escribía: “De todas las clases de hombres, la más perniciosa es la de los forjadores de utopías, cuando tienen en su mano el poder, y la más ridícula, cuando no lo tienen.” [3] En cierto sentido, la separación entre política e imaginación es un logro de la democracia procedimental contra concepciones fascistas o totalitarias de representarse la comunidad humana (de pensar precisamente lo social a partir de “lo común” como medida). La democracia contemporánea, internamente relacionada con el desarrollo del capitalismo, resiste en este sentido al valor normativo real que podría tener la representación de una “sociedad posible” (que es siempre, en esencia, la sociedad sin clases). En esto consiste en sentido estricto -ya desde los tiempos de la ilustración kantiana- la contraposición entre democracia y revolución. Las demandas de una “sociedad diferente” (que a menudo implican también la idea de un modo distinto de ser humano) no encuentran eco en los canales oficiales de participación, y entonces adquiere protagonismo el cuerpo estético de su manifestación.
En los meses de mayo y junio de este año [2006], los estudiantes secundarios protagonizaron una movilización que –con marchas, paros y “tomas” de establecimientos educacionales- se prolongó por varias semanas. Exigían explícitamente el derecho equitativo a una educación de calidad. Las demandas eran, pues, legítimas, conocidas y varios estudios técnicos ya existían al respecto. Los estudiantes exigían ser incluidos en el Consejo Asesor Presidencial que revisaría la LOCE (Ley orgánica constitucional de educación) y la JEC (Jornada escolar completa). Sin embargo, el gran acontecimiento fue la manifestación misma. El día 4 de junio, en la página editorial del diario La Naci ón se leía lo siguiente: “Quizás hoy como nunca otro Chile es posible. El imprevisto escenario político provocado por el movimiento de secundarios otorga al país una oportunidad única para mitigar la brutal desigualdad que divide a los chilenos. Anhelo en su oportunidad expresado por los cuatro candidatos presidenciales de las pasadas elecciones.” El texto expresaba, sin duda, el entusiasmo que en un enorme sector de la ciudadanía generó el movimiento estudiantil: la expectativa de “otro Chile”. La transversalidad política del movimiento sintonizaba, por un momento, con un cierto “malestar en la democracia”, también transversal, pero sin sujeto ni objeto determinados.
En este sentido, podría decirse que el malestar del individuo se expresa en la forma de una “subjetividad rebelde”. Suele denominarse a la producción cultural que surge desde el límite del imaginario social ya codificado, con el nombre de “cultura crítica”, en contraposición a la cultura instituida u “oficial” que se dispone principalmente para una relación de consumo. Incluso la diferencia entre “alta cultura” y “cultura popular” tiene sentido sólo al interior de esta relación de consumo. Desde aquí existe apenas un paso hacia la cultura-espectáculo y, luego, hacia la cultura-mercancía.
Cuando las relaciones sociales normalizadas contradicen las expectativas de placer, se produce la rebeldía. Desde ésta, el orden social aparece como algo artificioso y arbitrario; se muestra, pues, como desnuda prohibición (el principio de la autoridad exhibe así un viso de arbitrariedad y de absurdo). La privación de placer explicaría el hecho de que la transgresión adquiere el carácter de una festiva emancipación, un coeficiente de rebeldía simbólica, en que lo realmente gravitante es precisamente ese plus festivo, que consiste en una alteración de los parámetros instituidos de la subjetividad, una transgresión a las formas cotidianas de la finitud. Porque el sentido estético de la rebeldía correspondería al placer de la diferencia misma como sublimación de la exclusión. El Primero de Mayo de este año, en el marco de los actos y manifestaciones de conmemoración del Día del Trabajo, asistimos en Chile a la aparición de una serie de grupos bautizados por la prensa como “anarquistas”. Al público en general, sus siglas no decían mucho (Bloque Anarquista, Hip Hop Activistas, CRA, OCL, FEL, red Anarquista del Sur, Clase contra Clase, Guachunei), pero existe una clara conciencia de que el ser de esos grupos consiste en buena medida en su aparecer. De todas maneras, el fenómeno es políticamente importante si se tiene presente, por ejemplo, que en una encuesta reciente a estudiantes universitarios [4] representativos de las Universidades del Consejo de Rectores, un 4% se manifestó contra el sistema democrático y a favor de un gobierno de tipo anarquista.
En 1994 Julia Kristeva señalaba que la rebeldía estaba desapareciendo de la cultura, por cuanto fracasan las “ideologías rebeldes” y progresa la “cultura-mercancía”. Es decir, la cultura ha llegado a ser cada vez más un espectáculo simplemente complaciente, destinado a divertir y a entretener, lo cual se orienta en la dirección exactamente contraria a la de un trabajo de comprensión de la realidad. Se trata, pues, de una “cultura” de la distancia (lo que Debord denominó como “sociedad del espectáculo”), una estetización de la realidad, refractaria al pensamiento crítico, y en correspondencia con una sociedad de la exclusión. Podría decirse que la exclusión es una condición estructural de la sociedad del espectáculo. La distancia entre la subjetividad y una seductora realidad “espectacularizada”, impide que la exclusión pueda devenir en comprensión de la propia circunstancia.
La rebeldía tiene dos dimensiones a considerar: placer y emancipación. “cuando estos excluidos no tiene cultura-rebeldía, cuando deben contentarse con ideologías retrógradas, con shows y con diversiones que están muy lejos de satisfacer la demanda de placer, se vuelven matones.”[5] El matón es aquél que hace de su propia exclusión su “identidad”; se identifica, pues, con la condición social y política a la que ha sido relegado y llega, por lo tanto, a anular totalmente su diferencia subjetiva interior (pandillas punk, neonazis, “barras bravas”, etc.). Suprime la diferencia interna, la contradicción desde la que podría surgir una perspectiva crítica sobre la sociedad. Se asume entonces como lo que no podría de ninguna manera ser admitido, y en ese sentido “quiere” ese orden que lo excluye, porque de eso extrae su identidad. Al respecto, el siguiente pasaje de una canción de la banda “Curasbun”:
Jóvenes violentos nos negaron el futuro
Seres alcoholizados que golpeamos
fuerte y duro
Jóvenes que hicimos [de] las calles
nuestros hogares
En las plazas, en las esquinas y
en todos los bares
Orgullosos de ser los resentidos sociales.
Esta “identidad” reduce la subjetividad del excluido a ser una especie de militante del malestar; hace propio el lugar de su exclusión al dejarse determinar estética y discursivamente como el sujeto de lo otro. Su pasión es también una ideología del displacer. En cierto sentido, el matón es la negación de que otra forma de sociedad es posible, porque él ocupa el lugar de esa posibilidad. En la imposibilidad de transformar sus condiciones de existencia, se transforma en un “adversario” de lo social. La propia exclusión queda “incorporada” al orden social como el lugar del otro.
Es necesario pensar en la dimensión que corresponde a la expresión misma de la diferencia, la posibilidad de una experiencia de la exclusión que sea radicalmente diferente de la exclusión absoluta del matón. A esto apunta el concepto de una cultura crítica. Hay que precisar que esto no significa simplemente una cultura que se desarrolla en relación a lo que supuestamente “no ha ingresado” en ella todavía, porque la cultura siempre ha sido -especialmente en la modernidad- una relación con la alteridad (la importancia progresiva del arte en la sociedad moderna es un síntoma de esto). Dada la inestabilidad cultural que caracteriza el desarrollo de las sociedades modernas (en los procesos de “modernización”), éstas han sido denominadas como sociedades de alta contingencia o de riesgo, o también como sociedades con alto nivel de entropía, en el sentido de que tiende a evolucionar espontáneamente a estados de máximo desorden. Esto no significa simplemente ausencia de orden, sino más bien –si se nos permite la expresión- el resultado de múltiples órdenes posibles disputándose “lo real”.
El pensamiento de la complejidad, como desenlace socio cultural de la subjetividad moderna, encuentra sus condiciones de desarrollo en el proceso de aumento de la contingencia que caracteriza a la sociedad contemporánea, proceso que conduce al aumento de la diversidad e inestabilidad cultural. Esto puede conducir al fin de la cultura en el “descampado” de los procesos de producción de capital, a menos que sea posible pensar una cultura que se defina precisamente por su relación interna con la alteridad.
Ahora bien, la cultura nunca ha sido un momento de reposo absoluto en el imaginario de un pueblo. Una teoría de la cultura implica necesariamente, por lo tanto, una teoría de la dinámica cultural. “La dinámica cultural no puede ser presentada ni como un aislado proceso inmanente, ni en calidad de esfera pasivamente sujeta a influencias externas. Ambas tendencias se encuentran en una tensión recíproca, de la cual no podrán ser abstraídas sin la alteración de su misma esencia.” [6] La idea de límite resulta fundamental para entender ese carácter dinámico de la cultura que se desarrolla desde una tensión central. Es decir, no se trata de pensar la cultura sólo como un corpus de “contenidos” que están siendo permanentemente movilizados (lo cual correspondería a la imagen de una sociedad asediada desde el “exterior” por fuerzas transformadoras, percibidas a la vez como amenazantes), sino que ella consiste precisamente en una cierta capacidad de relacionarse con elementos extraños, se trata de una capacidad de asimilación semiótica. La cultura está siempre en relación con lo que todavía no ha ingresado en ella, por lo tanto los elementos más estables de ésta se ponen a prueba en esa relación, y no permanecen idénticos a sí mismos en los procesos de asimilación. Ahora bien, lo que acontece cuando el sistema entra en relación de agenciamiento semiótico con realidades extrañas al sistema se puede caracterizar como una “explosión”. Esto debido a que, en sentido estricto, lo que viene desde “afuera” al sistema no son simplemente elementos no semióticos, como si se tratara de contenidos no expresados en lengua alguna, sino contenidos expresados en otra lengua, contenidos codificados de otra manera, con otra lógica, en correspondencia con otro imaginario, otro tipo de “domicilio”. Lo que se produce entonces no es la silenciosa asimilación de una lengua a la otra, sino un momento de caos, en el que emergen de manera imprevisible nuevos sentidos al interior de un mismo horizonte socio-cultural. La imprevisibilidad se refiere al ámbito del sentido, porque implica un grado de alteración en el sistema de la cultura, una especie de transformación sin sujeto rector. Estamos allí ante un mundo todavía en proceso de resolución. Pues bien, la expresión estética de la diferencia (lo cual ocurre también en el arte) operaría precisamente en esas zonas de explosión e imprevisibilidad, buscando una salida.
El “malestar en la democracia” es un malestar en la condición misma de la individualidad, en las formas normalizadas de subjetividad funcionaria. No se trata sólo del malestar del individuo, sino en las formas sociales de individualidad. El ejemplo acaso más claro sea la “contradicción” entre el deseo de los jóvenes de ser reconocidos como sujetos, y su rechazo a las formas sociales de ser “adulto”. La subjetividad busca entonces, desde la individualidad, una salida, una sintonía semiótica de los deseos en formas colectivas de subjetividad, que se constituyen –como ya hemos señalado- en el nivel de la expresión misma. Al respecto me parece importante la diferencia establecida por Félix Guattari entre las denominadas “luchas de interés” y las “luchas del deseo”. Las primeras se expresan principalmente respecto a demandas económicas, sociales y sindicales. Las luchas del deseo, en cambio, plantean un cuestionamiento de la vida cotidiana, del medio ambiente, los problemas de la agresividad, del racismo, etc. El malestar individual acontece precisamente en el nivel inarticulado ideológicamente de los deseos, cuyo coeficiente de emancipación consiste en una convergencia de singularidades y efectos de masas, sin una articulación en torno a objetivos estandarizados.
El malestar que así se expresa surge de los efectos subjetivos de la territorialización del individuo en el orden normalizado de la existencia social. Esta es la paradoja: el capitalismo debe capturar el malestar, sublimarlo e integrarlo a los procesos de producción de capital. En este sentido el capitalismo se sustenta y desarrolla con el malestar del individuo, pero esto proyecta en último término una exigencia imposible para el “sistema”, pues la subjetividad comienza a definirse entonces por un residuo de deseos inasimilables por cualquier forma de poder sistemocrático.
La hipótesis aquí expuesta es que una cultura crítica se define por la capacidad de dar expresión a los efectos subjetivos del malestar, no traducibles ideológicamente, y que son producidos por la normalización de la existencia cotidiana. La sociedad contemporánea es por definición una sociedad en crisis, en la que proliferan los lugares de producción cultural. Mi propuesta ha sido aquí ensayar una aproximación reflexiva al problema del “malestar en la democracia” y a las formas colectivas de subjetividad que se generan en el plano de la expresión.
NOTAS
[1] José Yutronic y Francisco Pino: El libro del Graffiti, Pardepés, Santiago de Chile, 2005, pp. 192-193.
[2] Norberto Bobbio: “El futuro de la democracia”, en La democracia socialista, Ediciones Documentas, Santiago de Chile, 1987, pp. 205-206.
[3] D. Hume: “Idea de una republica perfecta”, en Ensayos Políticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1982, p. 370.
[4] Citada por Cristian Parker en columna editorial del Diario La Tercera.
[5] Julia Kristeva: Sentido y sin sentido de la rebeldía, Cuarto Propio, Santiago de Chile, p. 20.
[6] Yuri Lotman: Cultura y explosión. Lo previsible y lo imprevisible en los procesos de cambio social. Con prólogo de Jorge Lozano. Gedisa, Barcelona, 1998.